Domingo de Pascua. ¡Feliz Pascua de Resurrección!

   Queridos hermanos y amigos todos:
   ¡Feliz Pascua de Resurrección! Aunque de un modo bien distinto al de años anteriores, en toda la Iglesia celebramos desde la Vigilia Pascual de anoche el misterio más grande de nuestra fe: que Jesús, que había sido crucificado y había sufrido la muerte, ha resucitado. Nosotros lo hemos aprendido así desde nuestra infancia y lo hemos creído, y en esta Pascua tenemos que creerlo todavía con más fuerza y obtener más consecuencias prácticas y vitales de esa fe en nuestra vida cotidiana. Pensemos que a los mismos seguidores de Jesús, los más cercanos, los que habían estado con él durante algunos años, no les fue tan fácil creer que su Maestro había resucitado. Los textos evangélicos de estos días nos lo están mostrando y nos lo seguirán mostrando.
   En efecto, en el evangelio de la misa de hoy, Domingo de Pascua (Jn 20,1-9) leemos que María la Magdalena fue al sepulcro al alba y vio que el sepulcro estaba abierto. Ella pensó que se habían llevado de la tumba el cuerpo del Señor a un lugar desconocido. Fue corriendo a comentárselo a Simón Pedro y a otro discípulo, llamado "el discípulo amado". Ellos corrieron hacia el sepulcro a comprobarlo y, en efecto, sólo estaban los lienzos que habían envuelto su cuerpo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza. Ambos entraron en la tumba, pero al principio no experimentaron lo mismo. Uno de ellos dio un paso trascendental: "vio y creyó"; ambos habían visto lo mismo, pero el discípulo amado fue más allá: creyó. Termina el relato con estas palabras: "Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos".
    De hecho, a pesar de los anuncios de Jesús a sus discípulos sobre su futura resurrección, ellos no habían asumido esa perspectiva. Ver lo que le había ocurrido a Jesús los dejó traumatizados, desilusionados, descorazonados, además de llenos de miedo. María Magdalena, Pedro y el otro discípulo no fueron al sepulcro con esperanza, sino movidos por su cariño a Jesús y por la lógica sorpresa. Al principio Pedro no se atreve a dar el paso, el salto en la fe. Es el discípulo amado el que ve la luz en su interior y da ese paso trascendental. Comienza a entender con claridad el sentido de lo que ha ocurrido y todo lo que Jesús les había dicho en su vida mortal. Por eso el discípulo amado es el modelo de los cristianos de todos los tiempos, porque él creyó y recuperó la esperanza.
    Por eso mismo, podemos decir que la fe lo cambia todo. No en el sentido de que aquello pudiera haber sido una alucinación individual o colectiva (pues no lo fue); no porque los discípulos se inventaran que algunos judíos habían robado el cuerpo de Jesús, ni porque ellos mismos lo hubiesen escondido en otro sitio para después asegurar que había resucitado. Todas esas hipótesis, que algunos imaginaron o incluso aseguraron en algunos momentos, son insostenibles, por múltiples motivos. Ahora bien, la fe en la Resurrección tampoco se demuestra como un teorema matemático o una ley de la física. Es cuestión de experiencia vital. Así, los apóstoles, María Magdalena y los demás primeros seguidores de Jesús rebobinaron el transcurso de los acontecimientos vividos junto a Él y les encontaron una nueva luz y un nuevo significado. Se dieron plena cuenta de que, aunque las autoridades habían rechazado a Jesús y habían querido eliminar no sólo su persona sino incluso su memoria, Dios Padre se había puesto de parte de Él, lo había rescatado de la muerte, lo había resucitado. Jesús tenía razón. Su causa seguía adelante, tenía que seguir adelante. Ya nada sería igual, aunque al principio ni pudieron imaginar el enorme alcance que tendría para sus vidas y la historia del mundo la resurrección del Señor. Lo irían descubriendo poco a poco. 
    En ese mismo punto estamos nosotros dos mil años después. En efecto, la fe cambia, transforma, revitaliza nuestra existencia. Nos da un sentido más profundo. En la medida en que nos arriesgamos a creer, somos transformados por la fuerza de la muerte y resurrección del Señor. No es posible resucitar sin haber muerto. Jesús no tiene una varita mágica que resuelva todos nuestros problemas sin esfuerzo. Él nos demuestra que lo único que puede vencer al mal es el camino de la obediencia al Padre y el amor ilimitado. Nos demuestra que, a pesar de todas las dificultades, la victoria es segura, pues Dios se ha comprometido hasta el final en esa causa.
      Por ese motivo, los apóstoles y las primeras generaciones de cristianos ya no podían permanecer en la queja, en el desaliento ni en la pasividad, sino que se lanzaron a anunciar a los cuatro vientos la Buena Noticia. Como leemos en la primera lectura de la eucaristía de este Domingo de Pascua (Hechos 10, 34-43), Pedro y los demás se convirtieron en testigos de todo lo que Jesús había hecho cuando estaban con Él en su vida mortal y también de cómo se les había manifestado repetidas veces ya resucitado: "hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos". El Señor les encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que es el Juez de vivos y muertos y de que por Él recibimos el perdón de los pecados. En coherencia con tan grandes dones del Cielo, ya no podemos vivir de un modo terrenal, como si Dios no existiera, sino fijándonos en los bienes celestiales. Pero no para quedarnos en la inopia, sólo mirando al Cielo, sino para que la victoria de Cristo sobre la muerte se manifieste siempre en nosotros, en nuestra vida y, en lo posible, también a nuestro alrededor. En definitiva, el signo de la tumba vacía nos muestra que no hay pecado que no pueda ser perdonado, injusticia que no pueda ser reparada, ni muerte que no engendre nueva vida de algún modo. Por eso celebramos la Pascua cada día. ¡Qué el Señor Resucitado nos siga alentando y fortaleciendo en todo momento con la confianza de la fe, con la esperanza, y nos anime siempre a amar como Él lo hizo!


 Lo que esta noche ha pasado
hasta mentira parece:
la cruz retoña y florece,
un sepulcro a luz ha dado;
la voz del ajusticiado
retumba de amanecida,
y el hueco de cada herida
del madero se convierte,
en vez de en causa de muerte,
en manantial de la Vida.

Hasta mentira parece:
Hay júbilo en vez de duelo,
y el sol, en vez de en el cielo,
en una tumba amanece.
Todo en silencio acontece,
Pero lo grita la fe,
pero, ¿sabes por qué sé
que hoy Dios de vida se llena?
Porque con la Magdalena....
¡YO TAMBIÉN ME LO ENCONTRÉ!

FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN.

CRISTO HA RESUCITADO, ALELUYA, ALELUYA.
VERDADERAMENTE HA RESUCITADO,
ALELUYA ALELUYA.





Comentarios

  1. Hola José Manuel, sí, Jesucristo de verdad está vivo. Qué grande es su presencia, qué hermosa y qué maravilla!!!!

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