DOMINGO II DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA

   Queridos amigos:
   Estamos celebrando el fin de la Octava de Pascua en este Domingo segundo, también llamado, por indicación de san Juan Pablo II, Domingo de la Divina Misericordia. En efecto, el texto del evangelio de hoy justifica perfectamente ese nombre que dicho papa quiso dar a este domingo, como vamos a comentar. A lo largo de esta semana el evangelio de la misa nos ha ido refiriendo diversas apariciones importantes de Jesús Resucitado a sus apóstoles y a María Magdalena y otras primeras discípulas. Hoy leemos un texto con una gran enseñanza y que todos recordamos de alguna manera por uno de los personajes que aparece: el apóstol Tomás, el escéptico, el que duda.
    La escena relatada en el evangelio de san Juan (Jn 20, 19-31) transcurre en dos domingos sucesivos. En el primero -que sería el mismo día en que Cristo resucitó- Él se manifiesta en medio de los discípulos, que estaban encerrados en una casa "por miedo a los judíos". Esta expresión refleja sobre todo una situación posterior de la comunidad cristiana, cuando ya era fuerte la oposición de las autoridades judías frente a la primitiva comunidad cristiana; pero también es evidente que los discípulos habían quedado traumatizados por lo que le había ocurrido a Jesús y sentían miedo por lo que pudiera pasarles a ellos. Sin embargo, en medio de esa situación de grave incertidumbre ante el futuro más inmediato (que es algo que estamos viviendo también en estos momentos como consecuencia de la pandemia), Jesús se les va a aparecer reiteradamente. Y no los va a dejar igual, los va a ir transformando de manera profunda en su interior. Les da varios "regalos", unos dones espirituales de gran valor. Destaca en especial el don de la paz. De hecho, el saludo "Paz a vosotros" aparece tres veces a lo largo del relato. Aquellos discípulos necesitaban muy mucho esa paz interior, pues estaban muy inquietos y asustados; necesitaban un nuevo impulso grande en sus vidas.
     Precisamente por eso, el Resucitado les enseña las manos y el costado, con las señales de los clavos y de la lanzada de la crucifixión, para que vieran que era Él mismo, era la misma Persona que había estado con ellos varios años; había muerto y había resucitado. Ya no era igual que antes, es decir, ya Él estaba en otro estado: su cuerpo, como indica san Pablo en otro lugar, era un cuerpo espiritual, un cuerpo glorioso. Por tanto, ya no era lo mismo que antes, pero Jesús era el mismo, y eso era algo que los discípulos debían saber con toda certeza. La reacción de ellos es llenarse de alegría, que es otro de los regalos del Señor: "se llenaron de alegría al ver al Señor".
     Hay alegrías tan grandes que no podemos dejar de compartir con los que nos rodean, al menos con los más cercanos de la familia o los mejores amigos. Pues bien, Jesús también quiso que esa alegría de encontrarse con Él la transmitiesen a su alrededor, la propagasen a los cuatro vientos. Por eso les dijo: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo". Los cristianos no podemos guardarnos egoístamente nuestra alegría, ni vivir de manera individualista nuestra fe, sino que somos llamados a compartirla, a ofrecerla a los demás (nunca a imponerla). Para que aquellos discípulos pudieran encargarse de esa misión de anunciar el Evangelio, el Resucitado les va a dar lo máximo: su mismo Espíritu, el Espíritu Santo, que, como decimos en el Credo niceno-constantinopolitano (que llamamos popularmente el "Credo largo"), procede de Dios Padre y del Hijo, o sea, de Jesucristo.
   El Espíritu Santo siempre quiere sanarnos en nuestro interior. ¿De qué necesitamos ser curados? De nuestros pecados, de nuestra inclinación al egoísmo y a olvidarnos del mismo Dios y de su Palabra. Por eso, uno de los dones sublimes del Resucitado es el perdón de los pecados. Jesús quiso que ese perdón se materializara especialmente por medio de los apóstoles, por medio de su Iglesia. Por eso concedió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Este es el origen del sacramento de la reconciliación o penitencia. En este tiempo de pandemia no es fácil acceder a la confesión sacramental, pero, como ha insistido el Papa, mientras eso no sea posible, cada fiel puede rezar al Señor y pedir perdón sinceramente por sus pecados, y procurar seguirlo de mejor manera con la ayuda de la oración y la lectura de la Palabra de Dios. En suma, vivir reconciliados con el Señor, con los demás y con nosotros mismos es algo muy valioso y necesario en nuestra existencia. No se trata de un mero voluntarismo, no se trata de que "nos perdonemos a nosotros mismos" -eso sería otra cosa-, sino de que hay Alguien que puede perdonarnos, que desea perdonarnos, que espera que se lo pidamos y lo que más desea es regalarnos ese perdón.
      Hemos visto que los discípulos quedaron reconfortados y con otra perspectiva muy diferente después de esa experiencia de encuentro con Jesús Resucitado. ¡Habían visto al Señor! Pero no estaban todos aquel primer domingo. Había faltado uno: Tomás. Cuando ellos comparten con él su maravillosa experiencia, se encuentran con la negativa de Tomás a aceptarla. En él impera la duda, el escepticismo. Quiere pruebas irrefutables: meter su dedo en el agujero de los clavos. En el fondo, Tomás representa a tantas personas escépticas, a las que les cuesta trabajo tener fe en Dios, por diversos motivos. A veces nos imaginamos que Dios y las realidades espirituales tendrían que ser demostrables como si fueran teoremas matemáticos o leyes físicas; pero eso no es así, no puede ser así, por la sencilla razón de que el misterio de Dios y de las realidades espirituales son inconmensurables, es decir, no se pueden medir o cuantificar exactamente igual que los objetos sobre los que tratan las ciencias naturales e incluso las ciencias humanas y sociales. En este sentido, algunos podrán preguntarse cómo es posible esa experiencia de Dios, esa experiencia de encuentro personal con el Señor... Es algo que hay que procurar, algo que debemos buscar, algo para lo que nos debemos preparar. El Señor está a nuestro alcance. Solo necesitamos buscarlo, desearlo, querer conocerlo. En este sentido, siempre recuerdo una célebre expresión del gran teólogo católico Karl Rahner, allá por los años finales de la década de los sesenta del pasado siglo: "El cristiano del siglo XXI o tendrá experiencia de Dios o, si no, dejará de ser cristiano". Esto significa que no podemos "vivir de rentas" en la cuestión de la fe; que necesitamos buscar personalmente al Señor y encontrarnos con Él. No creemos solo porque otros nos lo han indicado, sino porque lo hemos experimentado y estamos seguros de que tiene mucho sentido para nosotros.
    Si nos damos cuenta, hay un detalle muy importante: Tomás no estaba con los demás en el primer domingo. No estaba con la comunidad, con sus compañeros. ¿Qué ocurrió al siguiente domingo? Que entonces sí estaba con ellos. Y Jesús volvió a manifestarse. Y Tomás entonces sí pudo verlo, pudo darse cuenta de que era el mismo Jesús al que él seguía. Por eso se arrodilló ante Él proclamando: "¡Señor mío y Dios mío!". Jesús se dirigió directamente a él y lo invitó a creer. Creer porque tenía la oportunidad de experimentar al Señor. Experimentarlo, sí, justamente en medio de la comunidad cristiana, es decir, de la Iglesia. Estamos, pues, ante otro gran regalo que Jesús nos hace: los demás creyentes, la comunidad cristiana, la Iglesia. Hace varias décadas algunos críticos de la Iglesia decían: "Cristo sí, pero la Iglesia no"... Está claro, con el evangelio de hoy en la mano, que eso no se sostiene: no podemos conocer realmente a Cristo -y menos aún seguirlo- sin la presencia, de un modo u otro, más directa o más indirectamente, de la Iglesia. Entre otras razones, porque la Palabra y los Sacramentos nos han venido por medio de la Iglesia. En definitiva, como Tomás, como los demás apóstoles, pidamos al Señor recibir esos maravillosos regalos de los que habla el evangelio de hoy y que tanta falta nos hacen. 
    Además, precisamente sobre la comunidad cristiana nos habla la primera lectura de la misa de este domingo. San Lucas, el autor de los Hechos de los Apóstoles, nos presenta una situación ciertamente idealizada, perfecta, el Paraíso en la tierra: "Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común". No obstante esa idealización, que iba dirigida a animar a aquellos primeros cristianos a subir el nivel de su seguimiento de Cristo, no hay duda de que las primeras comunidades cristianas se esforzaban, en general, en perseverar en la oración personal y comunitaria, en celebrar juntos la eucaristía, y en compartir entre ellos para que nadie pasara necesidad. Por eso, cuando los judíos y los paganos veían cómo vivían, era normal que muchos se sintieran interpelados y decidieran unirse a ellos, es decir, hacerse también cristianos. La segunda lectura, de la primera carta de san Pedro, invita a los creyentes a mantener vivas y robustas su fe y su esperanza, así como su alegría, también en medio de las puebas que debían soportar. Es una enseñanza siempre válida, también ahora para nosotros: sentirnos unidos y en comunión espiritual, viviendo la fe especialmente en nuestras casas, buscando esos momentos de oración personal y en familia, siguiendo la celebración de la eucaristía por los diversos medios disponibles, y procurando compartir nuestra fe y lo que somos, tenemos y podemos hacer con los demás.


  

Entra en mi vida sin llamar, con fe te abro mi corazón...


 
 

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