Meditación para el Viernes Santo
Hoy la liturgia del Viernes Santo constituye una invitación fuerte al silencio y a la sobriedad. La Iglesia no celebra la eucaristía en este día, pero sí una liturgia de la Palabra con unos elementos destacados. En este año, dadas las circunstancias, alguna parte sufre cambios, como, por ejemplo, la adoración de la Cruz, que se simplifica mucho. Pero, desde nuestras casas, adoramos igualmente la Cruz desde lo más profundo de nuestro espíritu. Otro elemento fundamental de esta celebración es la lectura de la Palabra de Dios, en especial, el relato de la Pasión según san Juan, que siempre se lee este día. Nos detenemos en su contenido, resaltando algunos puntos esenciales.
En primer lugar, san Juan destaca que Jesús es el nuevo Cordero Pascual, que se inmola por nosotros, es decir, que -siendo totalmente inocente- se entrega a la muerte por nosotros, pecadores. Por otro lado, Jesús aparece lleno de autoridad en todo este relato. Paradójicamente, aunque está desprovisto incluso de su libertad y va a ser despojado de todo, Él se muestra como el Hijo de Dios, como el Rey del mundo ante Poncio Pilato. Pero no un rey como lo era el emperador romano o Herodes, sino que su realeza es espiritual. Es la realeza propia del Reino de Dios que Jesús había anunciado desde que comenzó su misión: el Reino de la verdad y de la justicia, de la paz y la fraternidad, el Reino de las Bienaventuranzas. En realidad, la pasión es la hora de la glorificación de Jesús, que en la cruz es entronizado como Rey universal. Así pues, paradójicamente, en la cruz se manifiesta la verdadera identidad de Cristo y su misión salvadora.
Asimismo, Jesús es la Verdad, pero Pilato no llega a descubrirla, ni tampoco los que lo acusan y desean eliminarlo. El dramatismo es enorme, porque el pueblo llega a preferir la liberación de un bandido y asesino como Barrabás a la de Jesús, tal y como el Sanedrín judío deseaba. Sin embargo, superando toda ceguera espiritual, toda la violencia ejercida contra Él, en la Cruz Jesús perdona a los que lo han condenado, maltratado y crucificado; nos deja, además, a su Madre, que confía a su discípulo amado, que representa a la Iglesia: por eso decimos que María es nuestra madre, Madre de la Iglesia. Hoy la recordamos y veneramos de una modo especial como la Virgen Dolorosa y la Virgen de la Soledad, pues ella compartió como nadie el sufrimiento de su Hijo y también experimentó esa tremenda soledad al perder a Jesús.
Por otro lado, hay otros símbolos muy importantes que contemplamos hoy, empezando por el de la sangre de Cristo, causa de nuestra redención. A lo largo de su Pasión ya había derramado bastante en las horas previas a la crucifixión. Con ésta seguiría derramándola. Incluso después de muerto, salió sangre y agua de su costado (el líquido pleural de los pulmones). San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia, escribía al respecto:
"¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio".
En efecto, el agua y la sangre son símbolos del bautismo y la eucaristía, dos sacramentos esenciales de la Iglesia que todos los cristianos jóvenes o adultos hemos recibido y celebrado. Pues bien, con ambos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo. El bautismo nos convierte en hijos de Dios y miembros vivos de la Iglesia. La eucaristía nos alimenta y nos fortalece para seguir viviendo como cristianos. Por eso, sigue diciendo san Juan Crisóstomo:
"Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa [la Iglesia], considerad con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos. De la misma manera que la mujer se siente impulsada por su misma naturaleza a alimentar con su propia sangre y con su leche a aquel a quien ha dado a luz, así también Cristo alimento siempre con su sangre a aquellos a quienes Él mismo ha hecho renacer".
Así pues, animados con estos sentimientos de piedad y compasión, de amor fraternal, hoy en la celebración realizamos una oración universal más larga que lo habitual, pues rezamos por toda la Iglesia y por todas las necesidades del mundo. En esta ocasión, muy especialmente por los enfermos, difuntos y todos los afectados por la pandemia del coronavirus:
“Oremos, también por los enfermos del COVID-19, por todos los que están a su cuidado, por los profesionales de la sanidad, por los que están buscando una solución desde la ciencia a esta pandemia, por los que han muerto y por sus familiares, amigos y conocidos, para que el Señor, dueño de la vida y de la muerte, otorgue el eterno descanso a los difuntos, consuelo a sus familiares, la fuerza a quienes les cuidan y la luz del Espíritu a los científicos que se esfuerzan en buscar una solución".
En efecto, rezamos y también actuamos, porque la Pasión de Jesús no se puede separar de la pasión que sufre el mundo, de tantas pasiones, de tantas muertes y sufrimientos que nos rodean y que, a veces, también nos afectan directamente a nosotros mismos. Solo si contemplamos la pasión y la muerte de Jesús con ojos actuales, nuestro corazón será capaz de hacernos mover, seremos misericordiosos con quienes nos rodean. Ser misericordioso es dejarse conmover y hacer crecer sentimientos de compasión y ternura, de paz y perdón, rechazando los sentimientos de odio, venganza, menosprecio o indiferencia ante los demás. Solo así seremos instrumentos del Reino de justicia y verdad, libertad y amor, todo lo que el Señor Jesús anunció y que sigue siendo hoy Buena Noticia. Yendo hacia los demás de los modos que podamos, nos cruzaremos con el Dios que se deja encontrar en los pequeños, en los marginados y en los enfermos, en los crucificados de nuestro tiempo.
Por otro lado, este Jueves Santo nuestro obispo D. Francisco Cases ha dirigido una carta a todos los diocesanos, en especial a los sacerdotes. La compartimos aquí:
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