Reflexión en el Domingo tercero de Pascua

         Estimados amigos:
   Hemos llegado al tercer Domingo de Pascua. Aun en medio de las circunstancias especiales y difíciles en que nos ha tocado vivir desde hace mes y medio, la Iglesia nos invita -mediante las oraciones de la eucaristía de este día y las lecturas de la Palabra de Dios- a sentir la alegría interior de dejarnos rejuvenecer y renovar. En efecto, seguimos caminando animados con la esperanza de la resurrección futura, por tanto, con esperanza. Los invito a detenernos un poco en la oración colecta -la que pronuncia el sacerdote en la sede justo antes de que comiencen las lecturas- de este domingo: «Dios nuestro, que tu pueblo se regocije siempre al verse renovado y rejuvenecido, para que, al alegrarse hoy por haber recobrado la dignidad de su adopción filial, aguarde seguro con gozosa esperanza el día de la resurrección». En pocas líneas encontramos varias veces la misma idea: regocijo, alegría, gozo, esperanza. Frente al pecado y a sus consecuencias negativas, la salvación y todo lo positivo que conlleva, entre otros elementos el estar siempre alegres. Esta alegría profunda e intensa no procede o no depende de nuestros logros, triunfos, aciertos o capacidades, ni tampoco de nuestra "suerte" en la vida, sino que es un gran regalo del Señor, esto es, una gracia. Por tanto, incluso cuando los acontecimientos externos no parezcan ofrecernos motivos para estar exultantes (más bien, si nos dejáramos llevar por la desesperanza, el aburrimiento y otras tentaciones podríamos caer en una sensación de tristeza o, peor, en la depresión), no podemos olvidar que somos "ciudadanos del Cielo" y formamos parte de la gran familia de los hijos de Dios, la Iglesia. El Señor está a nuestro lado y en nuestro interior para renovarnos y revitalizarnos en nuestro itinerario hacia el gozo pleno de la resurrección.
  Para perseverar en este camino siempre necesitamos poner a punto nuestra fe, guiados por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es un Protagonista muy especial en la vida de la Iglesia, a lo largo de toda nuestra vida, aunque a menudo lo desconozcamos o no lo tengamos suficientemente en cuenta. Sin embargo, el Espíritu Santo nos quiere guiar, iluminar y fortalecer cada día, por lo que necesitamos suplicar con insistencia sus dones para nuestro camino vital cotidiano. A lo largo del tiempo restante de Pascua el Espíritu Santo va adquiriendo cada vez un papel mayor, hasta desembocar en la gran solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu sobre la primitiva Iglesia, con la que concluye el tiempo pascual.
    En concreto, fijémonos cómo actúa el Espíritu Santo en las experiencias vividas por aquella primera generación de cristianos desde el momento de la resurrección de Cristo. En la primera lectura (Hechos 2, 14. 22-33), leemos que el día de Pentecostés Pedro se dirige al pueblo judío lleno de valor y proclama con total convicción el misterio de la vida, la muerte y la resurrección del Señor. Por eso, también nosotros podemos afirmar: "Me has enseñado senderos de vida, me saciarás de gozo con tu rostro". Pedro y los apóstoles no pueden callarse lo que han experimentado; por el contrario, deben ser testigos de Cristo resucitado. En una línea similar, la segunda lectura (1Pedro 1, 17-21) constituye una llamada a liberarnos de conductas inútiles y que, en el fondo, llevan a la muerte, para actuar como personas redimidas por la sangre preciosa de Cristo; personas que, por tanto, ponemos nuestra fe y nuestra esperanza en Dios.
     Ahora bien, sin duda, el evangelio es especialmente significativo en el conjunto de la Palabra de este domingo. Lo podemos leer en Lucas, 24, 13-35. Dos discípulos de Jesús (uno se llamaba Cleofás, y no sabemos el nombre del otro; podría ser cualquier cristiano, o sea, tú o yo) se marchan de Jerusalén hacia una aldea no lejana llamada Emaús. Dejaban de estar junto con los apóstoles y regresaban a su pueblo. Estaban desilusionados, se sentían hundidos psicológica y espiritualmente, porque no entendían por qué habían ajusticiado a su Maestro. Démonos cuenta de que estaban así a pesar de que hacía unas horas María Magdalena y otras amigas habían asegurado haber visto al Resucitado; a pesar de que Pedro y otro discípulo habían tenido también la experiencia de que Jesús había resucitado. Ellos, sencillamente, no podían entender eso de la resurrección, no les cabía en su mente, a pesar de los testimonios favorables a la misma. Ellos dirán: "Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto -la muerte de Jesús- sucedió". Ya no esperaban nada bueno...
    En ese contexto, en medio de ese camino, un desconocido se les junta. Es Jesús Resucitado, pero ellos son incapaces de reconocerlo. Pero Jesús va a ser con ellos el mejor de los pedagogos. Les va a enseñar a re-descubrirlo. Sí, a descubrirlo de nuevo. En un primer momento Jesús les va a explicar la Palabra, cómo desde el Antiguo Testamento Dios Padre fue preparando a su pueblo para el tiempo de la revelación definitiva, que ha venido precisamente por Jesús. Este les dice a Cleofás y a su compañero que hasta ahora han sido torpes para entender el mensaje profundo de las Escrituras. Pero el asunto no queda ahí, porque aquellos discípulos sienten algo especial y le piden a Jesús que se quede con ellos a cenar. Reflexionando después, se darían cuenta de que ya cuando Jesús les recordaba la Palabra de Dios su corazón ardía
     El momento cumbre llegó enseguida, cuando aquel "desconocido" realizó con ellos lo mismo que había hecho en la Última Cena: partió con ellos y para ellos el pan y compartió el vino. Entonces se les abrieron los ojos del alma. Entonces comprendieron todo: aquel hombre era realmente su Maestro, que en verdad había resucitado. Jesús desapareció. Pero ya se había quedado con ellos con más fuerza que nunca. Ellos lo habían acabado de reconocer al partir el Pan, es decir, en la celebración de la Eucaristía. En efecto, cada vez que participamos en la misa (en este tiempo siguiéndola por los medios de comunicación, pero con la misma fe y devoción), escuchamos la Palabra y entramos con Él en la comunión con su Cuerpo y su Sangre. Por eso la eucaristía gira en torno a la Palabra y al Pan compartidos. Es así como descubrimos o redescubrimos al Señor en nuestra existencia. Pienso que muy posiblemente todos los cristianos hemos experimentado -y siempre podremos experimentar- algo parecido o idéntico a lo que les ocurrió a los discípulos de Emaús. "A mí también me ha pasado", podremos decir. También puede y deber arder nuestro corazón al escuchar su Palabra y al acercarnos a recibirlo en la comunión (o al realizar la comunión espiritual). Pidámosle al Señor que realmente arda nuestro corazón en su amor, por su amor.
     Por último, es necesario resaltar otro detalle muy importante: Cleofás y su compañero dieron media vuelta y regresaron a Jerusalén, para reunirse de nuevo con los demás discípulos. Pudieron compartir sus experiencias creyentes de encuentro con el Resucitado. Unos y otros se afianzaron en su fe, en su esperanza. Aquello no era una fantasía, una vana ilusión, una alucinación. No, Jesús realmente había resucitado. Y todo iba a cambiar. Ya nada podía ser igual. Ahora ellos tenían que comunicar al mundo lo que habían vivido. Por eso, después de la eucaristía con el Señor, venía la misión. Después de la misa, viene la misión, es decir, el envío a los demás para compartir nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Así pues, cuando escuchamos al sacerdote decir: "Podéis ir en paz", no significa que ya está, que ya hemos "cumplido" y nos podemos marchar tranquilos. Significa que, con la fuerza recibida en la eucaristía, con la paz del Señor, tenemos que llevar a todos los aspectos de nuestra vida lo que hemos celebrado en la misa. La eucaristía no es un recuerdo nostálgico, sino una invitación y una fuerza para arder interiormente y compartir con los demás, con alegría, el fuego del amor divino.


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