Reflexiones e informaciones en la solemnidad de la Ascensión del Señor

       Estamos celebrando una fiesta importante dentro del tiempo pascual: la Ascensión del Señor. Nos prepara para festejar la culminación de la Pascua con la solemnidad de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre la primitiva Iglesia. 
   En el relato evangélico de hoy (Mt 28, 16-20), que constituye la conclusión del evangelio de San Mateo, contemplamos a los discípulos en Galilea, en un monte, adonde habían ido siguiendo las indicaciones del Señor realizadas a las mujeres que lo acompañaban, las discípulas María Magdalena y otras. Galilea era la región donde Jesús había empezado el anuncio del Reino de Dios. Al mismo tiempo, el monte evoca siempre un lugar privilegiado de la presencia de Dios y recuerda a Jesús como Maestro que enseña y realiza milagros ante sus discípulos y el pueblo en general. Por tanto, el detalle de que Jesús convocara a sus discípulos de nuevo en Galilea ya está indicando que algo nuevo va a empezar y que serán sus seguidores los encargados de llevarlo a cabo. 
    Podemos pensar que ahora esos seguidores, esos apóstoles, somos nosotros. Como aquellos hace casi dos mil años, también nosotros nos postramos para adorar al Señor, pero a veces tenemos algunas dudas o sentimos algunos miedos. Sin embargo, Jesús quiere disipar esos temores y vacilaciones con su presencia clara y poderosa: Él es el Señor, pues se le "ha dado todo poder en el cielo y en la tierra". Él ha vencido a la muerte y nos capacita para vencer el pecado. El mandato es explícito, sin rodeos: "Id y haced discípulos a todos los pueblos". Evangelizar es nuestro destino, sencillamente porque es nuestra identidad. La Iglesia existe para evangelizar, para anunciar a Cristo Salvador (no tanto para anunciarse a sí misma).
   En la Iglesia se entra por la puerta, simbólicamente hablando, del sacramento del bautismo. Por eso añade el Señor "bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Ahora bien, recibir los sacramentos no basta, ni mucho menos, para creer que ya lo hemos hecho o logrado todo; es imprescindible enseñar a los demás a seguir a Cristo, a escuchar, acoger y cumplir su Palabra de vida. Así pues, Jesús nos repite lo mismo que a aquellos apóstoles: la misión debe seguir adelante. Él la había iniciado y ahora nosotros -como ellos en aquel momento- tenemos que coger el testigo -como los corredores en las carreras de competición- y mantenernos corriendo hasta llegar a la meta.
     ¿Qué meta? La meta es el Cielo, es estar para siempre con el Señor. Él nos ha precedido en ese camino. Él ha retornado junto al Padre, con el que siempre ha estado (como Hijo eterno de Dios que es). Nos quiere junto a Él. Así pues, el Cielo es nuestra Patria definitiva, a la que somos convocados a "ascender" con Él. ¡Qué tarea difícil, podemos pensar! Sí, puede ser, no cabe duda de que entraña esfuerzos y sacrificios, pero no estamos solos: "Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos". Preciosa frase, grandiosa promesa del Señor, con la que termina el evangelio de San Mateo. El "Dios con nosotros" (el Emmanuel) que se hizo niño es el Dios que está siempre con nosotros hasta el final. No nos deja solos, no nos abandona.
     En esta misma idea profundiza la primera lectura de esta solemnidad (Hechos 1, 1-11). San Lucas, el autor del Evangelio que lleva su nombre y del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos presenta también su relato del momento de la Ascensión del Señor. Jesús se despide de sus discípulos asegurándoles que en breve recibirían la fuerza del Espíritu Santo, lo que los capacitaría para ser sus testigos por todo el mundo, empezando por Jerusalén hasta llegar a los rincones más remotos del mundo entonces conocido. Ser testigos del Señor implica, pues, no quedarnos quietos mirando al Cielo, con añoranza, con nostalgia (por ejemplo, quizá de otros tiempos y costumbres pasadas,...). Por el contrario, implica ponerse en movimiento para extender la Palabra salvífica de Jesús a nuestro alrededor.
     El himno de la oración de laudes de este día de la Ascensión expresa muy bien de manera poética el sentido del mensaje evangélico. Lo copiamos aquí como una invitación a la plegaria y a la meditación:

     "No; yo no dejo la tierra.
      No; yo no olvido a los hombres.
      Aquí, yo he dejado la guerra;
      arriba, están vuestros nombres."

      ¿Qué hacéis mirando al cielo,
      varones, sin alegría?
      Lo que ahora parece un vuelo
      ya es vuelta y es cercanía.

      El gozo es mi testigo.
      La paz, mi presencia viva,
      que, al irme, se va conmigo
      la cautividad cautiva.

      El cielo ha comenzado.
      Vosotros sois mi cosecha.
      El Padre ya os ha sentado
      conmigo, a su derecha.

      Partid frente a la aurora.
      Salvad a todo el que crea.
      Vosotros marcáis mi hora.
      Comienza vuestra tarea.



     
  


       
    Por otro lado, en este domingo de la Ascensión la Iglesia celebra la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, con el lema "Para que puedas contar y grabar en la memoria (cf. Ex. 10, 2). La vida se hace historia". Una buena ocasión para pedir al Señor por el amplio mundo de los medios de comunicación y por las diversas redes sociales, con sus potencialidades y también con los peligros derivados de su manipulación o mal uso. Más información en este enlace:


    


  









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