Reflexiones en el sexto Domingo de Pascua


       Estamos celebrando el Domingo sexto de Pascua. Nos vamos acercando poco a poco al culmen de la Pascua, al que llegaremos dentro de dos domingos, cuando festejaremos la solemnidad de Pentecostés. El próximo domingo es también otra fecha señalada, pues será el día de la Ascensión del Señor. Es importante darnos cuenta de que en el evangelio de hoy (Jn 14, 15-21) Jesús habla a sus discípulos sobre el Espíritu Santo. En el contexto de la Última Cena, en la víspera de su pasión y muerte, Jesús anuncia que pedirá al Padre que les dé otro Paráclito, para que esté siempre con ellos. La palabra "Paráclito" procede del griego y se puede traducir como "abogado" o "defensor" y como "consolador". Por tanto, ya tenemos claros indicios de lo mucho que necesitamos al Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, pues Él siempre está a nuestro lado, en nosotros y en medio de nosotros como guía, luz, consuelo, compañía vivificante (que nos llena de vida). Él está ahí como gran defensa, como la fuente de nuestra fortaleza interior.
   Nosotros somos los herederos de aquellos primeros seguidores de Cristo, somos ahora los destinatarios de estas palabras del Señor: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos". No todos llegan a reconocer la presencia del Señor, pero nosotros sí podemos y debemos avanzar en ese reconocimiento desde la fe y el amor. El Espíritu vive con nosotros y en nosotros, excepto que lo expulsemos por el pecado, sobre todo cuando es grave y reiterado. Jesús nos lo ha prometido: "No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros". Esa promesa sigue resonando en nosotros, pues Él no nos quiere desmotivados, encerrados en nosotros mismos, empobrecidos espiritualmente. En realidad, los apóstoles y los primeros discípulos se llegaron a sentir huérfanos cuando vieron que habían asesinado a su maestro; quedaron desilusionados y, peor aún, desesperanzados, pues pensaron que la causa de Jesús se había ido al garete. Pero no fue así, pues "vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo".   
   En efecto, el Señor resucitó y se les manifestó repetidas veces. Los reanimó y confirmó en su fe y en su unión con el Padre y entre sí: "Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros". Es una cadena maravillosa, no una cadena de bulos; es un círculo virtuoso, no vicioso, pues triunfa el amor: del Padre al Hijo y viceversa, y entre nosotros y Él, y como consecuencia, también entre nosotros. Amar a Jesús implica cumplir su Palabra, vivir de acuerdo con los mandamientos y con el Evangelio.
   El Espíritu Santo es, además, el que impulsa a los primeros cristianos a salir a anunciar el Evangelio, incluso más allá de los lugares cercanos. Así, como nos recuerda el texto de los Hechos de los Apóstoles (primera lectura de este domingo), el diácono Felipe fue a Samaría, donde realizó muchos signos y milagros y, como consecuencia, la ciudad se llenó de alegría. Algo esencial: la fe nos llena de alegría profunda, da un sentido especial a nuestra vida, nos va transformando interiormente, tanto más cuanto más conscientes y perseverantes seamos en el amor al Señor y al prójimo. Así pues, los cristianos estamos llamados a testimoniar nuestra fe y nuestra alegría, también en medio de las circunstancias más adversas e inesperadas. Ese es el mensaje de la segunda lectura de hoy: procuren dar razón de su esperanza, pero con delicadeza y respeto, con buena conciencia. El ejemplo siempre es Cristo, que sufrió haciendo el bien. La paz y la seguridad nos vienen de la experiencia personal de sabernos habitados por la presencia divina del Defensor, del Paráclito.
   Necesitamos sobre todo la gracia divina que el Espíritu Santo nos infunde. Gracia y presencia divina que recibimos cada vez que celebramos los sacramentos, en especial la Eucaristía. Damos gracias al Señor porque ya en estos días pasados y en este domingo hemos podido reunirnos para celebrar públicamente la eucaristía. Tanto si acudimos al templo como si la seguimos en casa por los medios de comunicación en esta situación especial, todos estamos llamados a la comunión con el Señor y entre nosotros, pues compartimos la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor.
 

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