Informaciones y reflexiones en el Domingo XIII del Tiempo Ordinario.

   *A partir del próximo domingo 5 de julio (inclusive) no habrá misa a las 10:30 horas de la mañana. Por tanto, el horario de las eucaristías dominicales durante el mes de JULIO será el que estaba establecido desde principios de este curso:
     Sábados a las 19 horas y Domingos a las 12 horas


   * En este domingo XIII del tiempo ordinario el mensaje del evangelio (Mateo 10,37-42) puede resultarnos muy exigente e incluso difícil de entender. En efecto, Jesús les habla a sus apóstoles -y, por tanto, también a nosotros, los destinatarios de su Palabra actualmente- sobre la cruz y sobre perder la vida. De entrada está claro que ni nos gusta la cruz ni nos gustaría perder la vida así como así. Debemos, pues, entender el auténtico sentido de la enseñanza de Jesús.
   Por un lado, el Señor no se opone a que amemos a nuestros padres, cónyuges o hijos, como si estos afectos fueran competidores con el amor que Él nos solicita. Lo que realmente nos pide es que lo consideremos a Él el centro absoluto de nuestra vida. Su amor y la fe en Él deberían ser siempre lo más importante para los que nos consideramos cristianos. Los demás afectos y vínculos terrenos deben desarrollarse desde la centralidad del amor a Dios, que debe ocupar el primer puesto en nuestra escala de prioridades. En el fondo, se trata de permitir y favorecer que Dios sea realmente el Dios de nuestra vida, y así se potenciarán en su justa medida todos nuestros afectos y compromisos en este mundo.
   Por otro lado, Jesús nos dice: "el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí". Por regla general, solemos considerar la cruz como algo negativo, como una carga que no desearíamos llevar. Pero sabemos bien que, incluso humanamente hablando, lo que vale de verdad cuesta: el esfuerzo y el sacrificio son necesarios para conseguir determinadas metas. El esfuerzo y el sacrificio nos modelan, nos ayudan a crecer humana y espiritualmente. Pretender vivir sin cruz es no entender el sentido de la vida cristiana. Además, en realidad, la cruz no fue la último en la vida de Jesús, ni lo será en la nuestra: después de la crucifixión, vino la resurrección. La cruz es, sobre todo, un grandísimo signo de amor; es signo de salvación. Es el signo de hasta dónde Él estuvo dispuesto a llegar en su amor por nosotros. Así pues, amar implica siempre de algún modo sufrir. Recordemos, por ejemplo, la parábola del hijo pródigo: el padre sufría deseando que su hijo perdido regresara y lo estaba esperando con mucho amor, y lo acogió con grandísima misericordia. Los padres sufren en su amor por sus hijos, y lo mismo puede ocurrir también, por ejemplo, entre amigos, o entre hermanos (de sangre y espirituales, es decir, entre los cristianos).
    "El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará". Otra enseñanza de Jesús que resulta paradójica. Pero es una gran verdad: entregar la propia vida en el seguimiento de Cristo es la mejor manera de asegurarla para la vida eterna, de garantizar el sentido plena y la total felicidad; en cambio, centrarse en uno mismo y olvidarse de la centralidad de Dios y de una apertura al prójimo, termina llevando a perder de vista lo mejor que podemos desear y esperar: el amor y la visión eterna de Dios. Lo mejor que podemos hacer es entregar libre y gratuitamente nuestra vida para posibilitar la utopía del Reino de Dios, que implica luchar contra el desamor y el sufrimiento injusto y promover la justicia, la paz y la fraternidad a nuestro alrededor.
    Además, Jesús nos dice: "El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado". En la cultura semita (la propia de los judíos, entre otros pueblos de la antigüedad), se debía respetar al enviado de una persona importante como si de dicha persona se tratara. La hospitalidad era un valor fundamental. Fijémonos en la primera lectura (2Reyes 4,8-11.14-16a), muy relacionada con este punto concreto del evangelio de hoy. El profeta Eliseo es muy bien acogido por un matrimonio que no tenía descendencia, porque ellos lo consideraban un hombre santo y querían así agradecer sus visitas regulares. Eliseo, lleno a su vez de agradecimiento hacia el matrimonio, les concedió la dicha de ser padres cuando ya no era biológicamente posible. Retornando al texto evangélico, el mensaje es claro: acoger al mensajero de la Palabra de Dios es recibir a Jesucristo y al mismo Padre Dios, lo cual siempre conlleva bendiciones para el que acoge.
    En esta misma línea, el Señor se fija en cada detalle de bondad y nos invita a hacer lo mismo: "El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa". Aquí apreciamos esa sensibilidad exquisita de Jesús, que nos invita a valorar los pequeños detalles y gestos, a ser fiel y generoso en lo poco y en lo mucho en la vida cotidiana.
     La segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, nos identifica a los cristianos como "sepultados en Cristo" para emprender una nueva vida. En efecto, esto ocurre gracias al bautismo, que en la antigüedad se realizaba por inmersión total, por lo que, simbólicamente, el bautizado quedaba como "sepultado" para acto seguido resurgir como resucitado a la nueva vida cristiana. Los resucitados con Cristo somos ahora los enviados a dar testimonio al mundo, como aquellos discípulos. Por eso podemos, con el salmista, cantar eternamente las misericordias del Señor.







   

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