REFLEXIONES EN EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA (28 de febrero de 2021)
En este segundo domingo de Cuaresma contemplamos a Jesús en el esplendor de su gloria en una parada que realiza junto a tres de sus discípulos mientras van caminando hacia Jerusalén. Allí culminará su vida con su Pasión y Muerte, entregándose libremente por nuestra salvación. Precisamente la Transfiguración -que es la escena que refleja hoy el evangelio (Marcos 9, 2-10) viene a ser como un adelanto de la gloria de la Resurrección, con el fin de motivar a los discípulos en su camino hacia Jerusalén. También nosotros podemos entender este episodio de la Transfiguración como un acicate para nuestra vida cristiana, como un "empujón" en nuestra fe y nuestra esperanza. El Señor nos concede momentos de encuentro profundo con Él; es más, desea que lo busquemos y así poder comunicarnos la belleza y el esplendor de su rostro de amor y misericordia. Así pues, a lo largo de nuestra existencia necesitamos a menudo tratar con el Señor en la oración, en la meditación y la contemplación, para caminar con Él, para seguir teniendo fuerzas ante las dificultades, contratiempos, limitaciones y nuestros propios fallos y pecados. Los tres apóstoles hubieran deseado permanecer para siempre en aquella nube de bienestar glorioso, pero eso no iba a ser posible. Lo que sí era posible y lo que nos hace falta es escuchar al Hijo, a Jesús, como indica la voz del Padre: "Este es mi Hijo, el amado, escúchenlo".
En este sentido, en su Mensaje para la Cuaresma 2021 el Papa nos recuerda que este es un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad. En esa subida espiritual hacia Jerusalén que es la Cuaresma, el ayuno, la oración y la limosna -como veíamos el Miércoles de Ceniza- son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos ante Dios y nuestros hermanos. La esperanza es el "agua viva" que nos permite continuar nuestro camino. La caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por cada persona, es la mejor expresión de nuestra fe y nuestra esperanza. Precisamente sobre la fe nos habla la primera lectura de este domingo (Génesis 22), que manifiesta la confianza y el abandono total de Abrahán en manos del Señor. Abrahán había entendido que Dios le pedía nada menos que el sacrificio de su único hijo, Isaac. Tal petición nos escandaliza y no es fácil entenderla. Sin embargo, Abrahán estaba dispuesto a obedecer a Yahvé, porque confiaba en Él, ya que lo había sentido muy presente; porque mantenía una profunda relación con Él, que lo había bendecido y prometido una gran descendencia y una tierra. Al final, en realidad, resultó que de ningún modo Dios quería ese sacrificio, ni ningún sacrificio humano. En efecto, mientras que los pueblos vecinos de Israel aceptaban sacrificar a los primogénitos con tal de aplacar la ira de sus dioses, Israel rechazó completamente esa práctica terrible. Isaac no fue sacrificado, sino un cordero.
Este texto del Génesis nos muestra, por tanto, la inmensa fe de Abrahán, que confía en Dios a pesar de las apariencias contrarias, que espera contra toda esperanza. Abrahán se sabe perteneciente a Dios. Él solo puede ser padre de Isaac si primero es hijo del Dios Altísimo. A partir de ese momento Abrahán vio a su hijo con una conciencia más clara de que era un don divino, un regalo, el fruto de la promesa y el amor de Dios. La prueba de su fe, más que un trauma, fue la oportunidad para percibir que todo está en manos del Señor. Por otro lado, Isaac viene a ser como una imagen y anticipación de Jesucristo, con la gran diferencia de que Cristo sí murió, sí fue sacrificado, sí se sacrificó por nuestra salvación. La segunda lectura de hoy (Romanos 8, 31b-34) nos indica justamente que Dios Padre no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros; para que, mediante la muerte, podamos participar de su resurrección.
En suma, en el camino cuaresmal la Iglesia nos invita a potenciar la actitud del sacrificio, que debe servir para adquirir más clara conciencia de que no somos poseedores absolutos de las cosas, sino que todo es un don de Dios. Es un tipo de sacrificio que va cambiando nuestra vida, pues experimentamos que todo es un don que habla de la gloria de Dios, hacia la que en esperanza vamos caminando.
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